l anochecer del cuarto día, las huestes de la dama se arremolinaron de nuevo a los pies de la muralla, y la fortaleza de repente pareció atrapada entre dos mareas: la del mar embravecido, que con saña golpeaba los acantilados, y la de las criaturas que llenaban la explanada. Los pocos guardias que quedaban con vida desenvainaron sus melladas espadas, pues ya no quedaba ni una flecha. En el fondo de su corazón, los elfos sabían que ya nada podía salvarlos, y que la dama blanca consumiría sus almas como ya lo había hecho con tantas otras.

or fin, las huestes silenciosas se lanzaron explanada arriba, y chocaron contra las murallas como olas de podredumbre. La resistencia duró poco...

uando las puertas saltaron en pedazos, la dama, montada en su corcel infernal, se adelantó. Nada en verdad, podía compararse con la lasciva belleza de esa criatura, y los pocos defensores que quedaban en las murallas quedaron paralizados por su sola visión. Fueron derribados y sujetos por manos esqueléticas, y arrastrados hacia la femenina aparición, que los contemplaba con el deleite de quien se sienta a la mesa de un banquete.

n ese instante, un largo y penetrante sonido se unió a la desaparición del último rayo de esperanza. Un cuerno de batalla resonó por encima del estruendo del mar y la tormenta, y todas las criaturas de la explanada parecieron estremecerse. En lo alto de la colina opuesta a la fortaleza, una figura acorazada retaba a todo un ejército. Su montura era un grifo de poderosa complexion, y su arma una espada de azules destellos que parecían tener vida propia. El grifo rugió desafiante y pateó el suelo con sus afiladas garras. La dama sonrió e hizo un ademán con sus delicadas manos.

ero el guerrero se adelantó a la reacción de la horda, y él y su briosa montura trazaron un surco en las columnas de criaturas de la noche. Nunca se ha visto nada igual. Nada podía hacer frente ni detener ni tan solo por un instante la acometida del caballero. Sus golpes eran rápidos y despiadados, parecía estar en todas partes, su grifo era feroz como la galerna que acompañaba sus pasos y cada mandoble conducía a chorros de sangre y cuerpos decapitados rodando por el suelo. Los elfos cobraron ánimos, y liberándose de sus captores, arremetieron como sólo los predilectos de los dioses pueden hacerlo, y el brillo de sus ojos era como el de la mortal espada del guerrero. Pero aún así eran pocos...

l combate se prolongó durante horas, hasta que solo dos elfos quedaron, gravemente heridos, para contemplar la última gesta del anónimo caballero. El guerrero, con los ástiles de las lanzas que habían mordido su cuerpo aún clavados en su armadura, descabalgó de su agonizante montura, y descendió por la montaña de cadáveres que se habían amontonado a su alrededor... para encararse con la dama.

mpasibles, ambos se contemplaron largo rato, en una furiosa lucha de voluntades que hizo brillar la espada con salvajes destellos celestes. Pero las heridas del guerrero eran muchas, y sangraban formando un charco a sus pies. Sin quererlo hincó sus rodillas, y calló pesadamente, apoyado sobre la cruz de su espada. La dama avanzó riendo con una voz cristalina, y en sus manos surgió sin previo aviso una guadaña que se cernió sobre el yelmo abollado trazando una mortal curva... Que acabó bruscamente.

ncrédulos, los debilitados elfos contemplaron como la espada tiró de las manos de su amo hacia arriba, y el guerrero derrochaba, con la ayuda de su arma, la vida que quedaba en sus venas en un golpe tan brutal, que partió a la dama por la mitad en una sola estocada.

mbos cuerpos cayeron al unísono, pero la espada permaneció alzada en el aire. De improviso su luz creció hasta hacerse cegadora y cuando los elfos parpadearon, la espada reposaba junto a su dueño y la dama había desaparecido…

l día siguiente los elfos abandonaron para siempre la fortaleza, dejando tras de si un túmulo funerario, una pira humeante y las ruinas del castillo. Y el relato de la gesta del misterioso guerrero, cuyo nombre no llegó a conocerse jamás, viajó junto con ellos hasta que, como muchos otros de esta raza que se extingue, ambos agotaron sus ganas de vivir y dejaron las esferas mortales.

icen los lugareños que, las noches de tormenta, cuando las gigantescas olas estallan en blancas cortinas de espuma al golpear el acantilado, aun puede escucharse entre las ruinas de la fortaleza un dulce y suave canto de mujer. Un gemido agónico y susurrante, portador de un dolor y una soledad insondables, y de una terrible promesa. La promesa de un nuevo retorno...